miércoles, 17 de junio de 2009

Catrina de la vida

Dicen que los niños empiezan a tener uso de razón cuando comprenden lo que es la muerte. La primer ocasión que me encontré con ella, me hundí en la profundidad de los huecos donde deberían estar sus ojos y nunca pude olvidar aquel momento.

El Hotel del Prado de Avenida Juárez, exactamente enfrente de la Alameda Central, fue todo un icono de la Ciudad de México antes de que lo derrumbara el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Era el típico hotel de lujo de la época, con mullidas alfombras y gruesas cortinas color vino tinto. En el vestíbulo de la entrada, a un costado de la recepción, había un enorme mapa de México pintado al óleo, frente a él, estacionados en batería, se podían admirar tres coches antiguos de colección. El piso parecía de mármol y en el ambiente se percibía la artificialidad del perpetuo aire acondicionado.

Observar aquellos decorados, sentir aquel aroma tan especial, mirar con detenimiento a los turistas y escuchar sus lenguas, era toda una aventura en mi niñez. Aunque iba continuamente al hotel, debido a que mi padre trabajaba ahí, nunca dejaba de asombrarme. Sin embargo, todo desaparecía cuando me encontraba con ella, la de rostro huesudo y mirada oscura.

Una tarde, al pasar al vestíbulo donde estaba ella, de camino a la oficina de mi padre, le pedí a mi madre que me dejara ahí y que me buscara después. Aunque era muy pequeño, mi madre aceptó. En aquella época los vestíbulos de los hoteles mexicanos eran lo suficientemente seguros para que un niño anduviera solo.

Me acerqué a ella con respeto, hasta que la reja que nos separaba me obligó a detenerme. Me encaramé en la pequeña cerca de metal que la protegía y me quedé observándola por un largo rato. Entonces alargué el brazo para intentar tocarla, pero un vigilante me lo impidió amablemente tomándome del cuello de la camisa y levantándome por los aires hasta que estuve a un par de metros alejado de la reja. No recuerdo lo que me dijo, no fue grosero, pero fue contundente. Así que caminé en sentido contrario y me senté al fondo del vestíbulo.

Aquel lugar era el típico lobby de hotel de los años ochenta: mesas pequeñas y sillas enanas a su alrededor. Esa tarde algunos turistas tomaban algunas copas y miraban, como yo, admirados a la calavera que gobernaba el lugar. Poco a poco fue llegando más gente Una pareja suficientemente rubia para no ser de la ciudad se sentaron en mi mesa sin preguntar y de la misma manera pidieron para mí una Coca-Cola que me bebí sin rechistar, aunque eso sí, dando las gracias. Fue entonces cuando se apagaron las luces.

La luz de un reflector se posó sobre el rostro de la calavera. Supe en aquel momento que su nombre era Catrina y que su padre era un tal José Guadalupe Posada, pero que un tal Diego Rivera la había adoptado. Poco a poco a su alrededor de ella fueron apareciendo rostros conocidos y mencionando nombres reconocidos. Ahí estaba Hernán Cortés llorando bajo el árbol de la Noche Triste; Benito Juárez, mostrando las leyes de Reforma sobre la cabeza de Maximiliano de Habsburgo, quien las apoyó y le costó la vida; Francisco I. Madero muy cerca del decepcionado Emiliano Zapata; Porfirio Díaz añorando sus épocas de gloria en la lucha contra los franceses. Esa era la historia, pero también aparecía el arte en los rostros de Sor Juana Inés de la Cruz, Ignacio Manuel Altamirano y, por supuesto, Frida Kahlo y un pequeño Diego Rivera de la mano de la Catrina. Los rostros desconocidos no eran otra cosa que la representación de la eterna desigualdad social que México ha vivido desde la conquista hasta esos días y hasta nuestros días.

Al encenderse las luces, tenía un nudo en la garganta y los ojos enrojecidos. Los turistas creyeron que estaba asustado y quisieron llevarme a la recepción, pero no los dejé y me fui corriendo en busca de mis padres.

En varias ocasiones volví a ver el mural. En cada una de ellas descubría algo nuevo, y lo que no comprendía, lo investigaba por mi cuenta en la única enciclopedia que había por aquellos tiempos en casa. La salida de mi padre del hotel me obligó a dejarlo de admirar y con el terremoto creí que lo perdería para siempre.

Veinte años después de la tragedia, visité por primera vez el Museo del Mural Diego Rivera. Aquel lugar frente a lo que había sido el Hotel del Prado fue el destino de la pintura. Creo que después de tantos años de añorarla, conocí por fin su nombre completo: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central.

Habían sido muchos años sin admirar el mural y sentí una gran alegría de verlo tan brillante y colorido como el primer día, y también sentí una cierta nostalgia por aquel niño que quiso conocer a la muerte y acabó enamorado de la historia y la cultura de su país. Nuevamente la Catrina y yo nos miramos fijamente, ella eternamente joven y yo veinte años más viejo. Le di las gracias por mostrarme el camino. Me di media vuelta y me fui. No nos hemos vuelto a encontrar, pero sé que tenemos una cita pendiente.

Anecdotario 02
carlos lópez-aguirre
Barcelona, junio de 2009

1 comentario:

Ál dijo...

La catrina es uno de los personajes del folklor mexicano que mas me gusta, es la perfecta mezcla de sincretismo de las dos culturas que forman nuestro pais, en incluso de las que lo anteceden. Y es que la mitologia que rodea a los muertos y sus festividades es realmente fascinante.

Por cierto has visto este cortometraje? http://www.youtube.com/watch?v=eW6hVfafF6c