martes, 9 de junio de 2009

Las lágrimas de las abejas

El sonido del motor del coche me hizo saltar de la hamaca. El ruido infernal del ‘vocho’ de mi Tío significaba el fin del tedio al final del día durante aquellas vacaciones en el pueblo de mi madre. Era una noche extrañamente fría, tal vez un presagio de la tormenta que se desataría poco después.

No recuerdo qué edad tenía, pero sé que es uno de mis primeros recuerdos. Salí corriendo hacia el patio hasta quedarme ciego con los faros del coche. Mi Tío, como era su costumbre, salió riendo de su automóvil, me abrazó y caminamos juntos hacia la hamaca.

Para los dos era toda una costumbre tumbarnos antes de ir a cenar. Él sobre las cuerdas y yo sobre su enorme barriga que me servía de colchón. También lo acostumbrado era que nuestra conversación fuera un eterno monólogo de mi parte. En algunas ocasiones le leía alguna revista de bolsillo que él seguía con atención viendo los dibujos que contaban romances de hombres rubios y mujeres voluptuosas. Mi Tío nunca aprendió a leer y escribir, pero eso no significaba que fuera ignorante, al contrario, tenía una inteligencia natural que lo convirtieron en un experto ganadero y agricultor, además de tener una sensibilidad poco común en la Tierra Caliente de Guerrero.

No sé de qué hablamos (hablé) esa noche, han pasado muchos años. Lo que sí recuerdo es que en la casa estaban mi madre, mi abuela y algunas de mis tías. Estoy seguro que charlaban amenas y reían mucho. Eran los tiempos felices en aquel pueblo que años más tarde se convertiría en un infierno, cuando trajeron el cuerpo inerte de mi Tío en una camioneta. Pero esa es otra historia.

No recuerdo si mi Tío me interrumpió, o aprovechó uno de los pocos silencios de mi perorata, para decirme que en el asiento trasero de su coche estaba el frasco con miel que le había encargado mi madre. Me pidió que los sacara y lo colocara en el pretil[1] para que no se nos olvidara al día siguiente que regresábamos a la Ciudad de México.

Me encaminé al ‘vocho’ apurado, siempre había algo qué contar antes de partir a comer enchiladas. Abrí la puerta del auto y me asomé al asiento trasero. No vi nada, estaba muy oscuro. Pasé mi mano por el asiento, pero no encontré el frasco. Le grité a mi Tío que ahí no había nada, a lo que él contestó con un chasquido de su boca. Entendí el mensaje, tenía que buscar mejor.

Encontré el frasco detrás del asiento del piloto. Me sorprendí desde el primer momento: era un frasco de vidrio grande, redondo y repleto de miel. Cuando intenté sacarlo, fue imposible, pesaba demasiado. Ante mi impotencia, corrí de regreso a la hamaca para pedir ayuda, pero mi Tío, hombre recio de campo, me dijo que yo podía hacerlo solo. Regresé convencido de que así era.

Al primer intento pude colocarlo al borde de la puerta del coche. Tomé aire e intenté cargarlo con las dos manos, pero no lo logré. Cayó sobre la tierra con un golpe seco. Me hinqué para saber si se había roto. Lo palpé y estaba intacto. Hice un segundo y tercer intento, hasta que logré abrazar el frasco sobre mi pecho.

Me levanté con esfuerzo y comencé a caminar. Cada paso era un suplicio. Con cada movimiento el frasco se me escurría unos centímetros entre las manos, pero al mismo tiempo veía mi destino más cercano. En los últimos metros apuré el paso, estaba convencido de que llegaría, aún cuando el frasco ya se encontraba por debajo de mi cintura. Pero al dar el último paso, el vidrio rozó el cemento del pretil. Fue apenas un toque mínimo, ni tan siquiera un choque. No hubo ningún sonido, pero un segundo después sentía cómo la miel se derramaba sobre mis pantalones. Un pedazo de vidrió cayó a un centímetro de mis pies. Cuando puse el frasco sobre el cemento, se deshizo en pequeños pedazos.

La tormenta vino después. Mi Tío reía a carcajadas, mi madre gritaba, mi abuela corría en busca de trapos y servilletas. Y yo estaba ahí, sin moverme, mirándome la ropa y los zapatos chorreados. Minutos después mi madre me bañaba con agua helada (nunca ha habido calentadores en la casa del pueblo) mientras tiritaba de frío y de coraje. Había perdido una pequeña batalla sin saber todas las vendrían después.

Aquella noche me fui a la cama con frío y con hambre. Mientras me quedaba dormido lo único que deseaba es que al día siguiente, antes de partir a casa, mi Tío trajera otro frasco de miel paro poder llevarlo a su destino. Pero aquella escena nunca más se repitió.

Anecdotario 01
carlos lópez-aguirre
Barcelona, junio de 2009

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[1] Murete o vallado de piedra u otra materia que se pone en los puentes y en otros lugares para preservar de caídas.

2 comentarios:

ZAS dijo...

Muchas gracias por compartir tus recuerdos más íntimos.
Espero ansiosa la segunda y tercera y sucesivas partes del anecdotario...

Ál dijo...

Excelente anecdotario, me ha gustado mucho.

Sabes que es triste, que la abeja de miel esté en peligro de extinguirse. :(