miércoles, 24 de junio de 2009

Microrrelatos I


El miedo del náufrago

Era mi diluvio, pero no mi barca. Me dejé llevar por su corriente de aguas salvajes y correr el riesgo de nadar en sus remolinos. Me sorprendía con sus continuas tempestades; tormentas eléctricas que hacían retumbar mi corazón aburrido. A veces me acariciaba regalándome alguna tregua, eran tardes de calma, donde sólo dejaba caer pequeñas gotas para descansar tranquilo sobre sus aguas. Pero un día comprendí que acabaría hundiéndome, cansado de tanto nadar entre la tempestad y la calma. Entonces le dije adiós, su lluvia se convirtió en llanto y mi temor en arrepentimiento. Ahora ella riega otras almas y yo navego en otros ríos.

carlos lópez-aguirre
Barcelona, 11 de junio de 2009

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El secreto


Cuando viera su dibujo sobre la Inmaculada Concepción, seguro que comprendería el mensaje, pensó. Sólo era cuestión de que ella lo observara con detenimiento, para que encontrara plasmados en él sus ojos, su cabello y sus manos. Se lo mostraría después de misa, pues ambos compartían cada domingo su pasión por la pintura, aunque con el paso de los meses, él estaba más concentrado en el lienzo de su piel. Tan sólo de recordarla, su cuerpo se estremeció. No quiso pensar más, guardó el dibujo con cuidado bajo el altar y se alisó la sotana. Los primeros parroquianos empezaban a llegar.

carlos lópez-aguirre
Barcelona, 16 de junio de 2009

miércoles, 17 de junio de 2009

Catrina de la vida

Dicen que los niños empiezan a tener uso de razón cuando comprenden lo que es la muerte. La primer ocasión que me encontré con ella, me hundí en la profundidad de los huecos donde deberían estar sus ojos y nunca pude olvidar aquel momento.

El Hotel del Prado de Avenida Juárez, exactamente enfrente de la Alameda Central, fue todo un icono de la Ciudad de México antes de que lo derrumbara el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Era el típico hotel de lujo de la época, con mullidas alfombras y gruesas cortinas color vino tinto. En el vestíbulo de la entrada, a un costado de la recepción, había un enorme mapa de México pintado al óleo, frente a él, estacionados en batería, se podían admirar tres coches antiguos de colección. El piso parecía de mármol y en el ambiente se percibía la artificialidad del perpetuo aire acondicionado.

Observar aquellos decorados, sentir aquel aroma tan especial, mirar con detenimiento a los turistas y escuchar sus lenguas, era toda una aventura en mi niñez. Aunque iba continuamente al hotel, debido a que mi padre trabajaba ahí, nunca dejaba de asombrarme. Sin embargo, todo desaparecía cuando me encontraba con ella, la de rostro huesudo y mirada oscura.

Una tarde, al pasar al vestíbulo donde estaba ella, de camino a la oficina de mi padre, le pedí a mi madre que me dejara ahí y que me buscara después. Aunque era muy pequeño, mi madre aceptó. En aquella época los vestíbulos de los hoteles mexicanos eran lo suficientemente seguros para que un niño anduviera solo.

Me acerqué a ella con respeto, hasta que la reja que nos separaba me obligó a detenerme. Me encaramé en la pequeña cerca de metal que la protegía y me quedé observándola por un largo rato. Entonces alargué el brazo para intentar tocarla, pero un vigilante me lo impidió amablemente tomándome del cuello de la camisa y levantándome por los aires hasta que estuve a un par de metros alejado de la reja. No recuerdo lo que me dijo, no fue grosero, pero fue contundente. Así que caminé en sentido contrario y me senté al fondo del vestíbulo.

Aquel lugar era el típico lobby de hotel de los años ochenta: mesas pequeñas y sillas enanas a su alrededor. Esa tarde algunos turistas tomaban algunas copas y miraban, como yo, admirados a la calavera que gobernaba el lugar. Poco a poco fue llegando más gente Una pareja suficientemente rubia para no ser de la ciudad se sentaron en mi mesa sin preguntar y de la misma manera pidieron para mí una Coca-Cola que me bebí sin rechistar, aunque eso sí, dando las gracias. Fue entonces cuando se apagaron las luces.

La luz de un reflector se posó sobre el rostro de la calavera. Supe en aquel momento que su nombre era Catrina y que su padre era un tal José Guadalupe Posada, pero que un tal Diego Rivera la había adoptado. Poco a poco a su alrededor de ella fueron apareciendo rostros conocidos y mencionando nombres reconocidos. Ahí estaba Hernán Cortés llorando bajo el árbol de la Noche Triste; Benito Juárez, mostrando las leyes de Reforma sobre la cabeza de Maximiliano de Habsburgo, quien las apoyó y le costó la vida; Francisco I. Madero muy cerca del decepcionado Emiliano Zapata; Porfirio Díaz añorando sus épocas de gloria en la lucha contra los franceses. Esa era la historia, pero también aparecía el arte en los rostros de Sor Juana Inés de la Cruz, Ignacio Manuel Altamirano y, por supuesto, Frida Kahlo y un pequeño Diego Rivera de la mano de la Catrina. Los rostros desconocidos no eran otra cosa que la representación de la eterna desigualdad social que México ha vivido desde la conquista hasta esos días y hasta nuestros días.

Al encenderse las luces, tenía un nudo en la garganta y los ojos enrojecidos. Los turistas creyeron que estaba asustado y quisieron llevarme a la recepción, pero no los dejé y me fui corriendo en busca de mis padres.

En varias ocasiones volví a ver el mural. En cada una de ellas descubría algo nuevo, y lo que no comprendía, lo investigaba por mi cuenta en la única enciclopedia que había por aquellos tiempos en casa. La salida de mi padre del hotel me obligó a dejarlo de admirar y con el terremoto creí que lo perdería para siempre.

Veinte años después de la tragedia, visité por primera vez el Museo del Mural Diego Rivera. Aquel lugar frente a lo que había sido el Hotel del Prado fue el destino de la pintura. Creo que después de tantos años de añorarla, conocí por fin su nombre completo: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central.

Habían sido muchos años sin admirar el mural y sentí una gran alegría de verlo tan brillante y colorido como el primer día, y también sentí una cierta nostalgia por aquel niño que quiso conocer a la muerte y acabó enamorado de la historia y la cultura de su país. Nuevamente la Catrina y yo nos miramos fijamente, ella eternamente joven y yo veinte años más viejo. Le di las gracias por mostrarme el camino. Me di media vuelta y me fui. No nos hemos vuelto a encontrar, pero sé que tenemos una cita pendiente.

Anecdotario 02
carlos lópez-aguirre
Barcelona, junio de 2009

martes, 9 de junio de 2009

Las lágrimas de las abejas

El sonido del motor del coche me hizo saltar de la hamaca. El ruido infernal del ‘vocho’ de mi Tío significaba el fin del tedio al final del día durante aquellas vacaciones en el pueblo de mi madre. Era una noche extrañamente fría, tal vez un presagio de la tormenta que se desataría poco después.

No recuerdo qué edad tenía, pero sé que es uno de mis primeros recuerdos. Salí corriendo hacia el patio hasta quedarme ciego con los faros del coche. Mi Tío, como era su costumbre, salió riendo de su automóvil, me abrazó y caminamos juntos hacia la hamaca.

Para los dos era toda una costumbre tumbarnos antes de ir a cenar. Él sobre las cuerdas y yo sobre su enorme barriga que me servía de colchón. También lo acostumbrado era que nuestra conversación fuera un eterno monólogo de mi parte. En algunas ocasiones le leía alguna revista de bolsillo que él seguía con atención viendo los dibujos que contaban romances de hombres rubios y mujeres voluptuosas. Mi Tío nunca aprendió a leer y escribir, pero eso no significaba que fuera ignorante, al contrario, tenía una inteligencia natural que lo convirtieron en un experto ganadero y agricultor, además de tener una sensibilidad poco común en la Tierra Caliente de Guerrero.

No sé de qué hablamos (hablé) esa noche, han pasado muchos años. Lo que sí recuerdo es que en la casa estaban mi madre, mi abuela y algunas de mis tías. Estoy seguro que charlaban amenas y reían mucho. Eran los tiempos felices en aquel pueblo que años más tarde se convertiría en un infierno, cuando trajeron el cuerpo inerte de mi Tío en una camioneta. Pero esa es otra historia.

No recuerdo si mi Tío me interrumpió, o aprovechó uno de los pocos silencios de mi perorata, para decirme que en el asiento trasero de su coche estaba el frasco con miel que le había encargado mi madre. Me pidió que los sacara y lo colocara en el pretil[1] para que no se nos olvidara al día siguiente que regresábamos a la Ciudad de México.

Me encaminé al ‘vocho’ apurado, siempre había algo qué contar antes de partir a comer enchiladas. Abrí la puerta del auto y me asomé al asiento trasero. No vi nada, estaba muy oscuro. Pasé mi mano por el asiento, pero no encontré el frasco. Le grité a mi Tío que ahí no había nada, a lo que él contestó con un chasquido de su boca. Entendí el mensaje, tenía que buscar mejor.

Encontré el frasco detrás del asiento del piloto. Me sorprendí desde el primer momento: era un frasco de vidrio grande, redondo y repleto de miel. Cuando intenté sacarlo, fue imposible, pesaba demasiado. Ante mi impotencia, corrí de regreso a la hamaca para pedir ayuda, pero mi Tío, hombre recio de campo, me dijo que yo podía hacerlo solo. Regresé convencido de que así era.

Al primer intento pude colocarlo al borde de la puerta del coche. Tomé aire e intenté cargarlo con las dos manos, pero no lo logré. Cayó sobre la tierra con un golpe seco. Me hinqué para saber si se había roto. Lo palpé y estaba intacto. Hice un segundo y tercer intento, hasta que logré abrazar el frasco sobre mi pecho.

Me levanté con esfuerzo y comencé a caminar. Cada paso era un suplicio. Con cada movimiento el frasco se me escurría unos centímetros entre las manos, pero al mismo tiempo veía mi destino más cercano. En los últimos metros apuré el paso, estaba convencido de que llegaría, aún cuando el frasco ya se encontraba por debajo de mi cintura. Pero al dar el último paso, el vidrio rozó el cemento del pretil. Fue apenas un toque mínimo, ni tan siquiera un choque. No hubo ningún sonido, pero un segundo después sentía cómo la miel se derramaba sobre mis pantalones. Un pedazo de vidrió cayó a un centímetro de mis pies. Cuando puse el frasco sobre el cemento, se deshizo en pequeños pedazos.

La tormenta vino después. Mi Tío reía a carcajadas, mi madre gritaba, mi abuela corría en busca de trapos y servilletas. Y yo estaba ahí, sin moverme, mirándome la ropa y los zapatos chorreados. Minutos después mi madre me bañaba con agua helada (nunca ha habido calentadores en la casa del pueblo) mientras tiritaba de frío y de coraje. Había perdido una pequeña batalla sin saber todas las vendrían después.

Aquella noche me fui a la cama con frío y con hambre. Mientras me quedaba dormido lo único que deseaba es que al día siguiente, antes de partir a casa, mi Tío trajera otro frasco de miel paro poder llevarlo a su destino. Pero aquella escena nunca más se repitió.

Anecdotario 01
carlos lópez-aguirre
Barcelona, junio de 2009

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[1] Murete o vallado de piedra u otra materia que se pone en los puentes y en otros lugares para preservar de caídas.

martes, 2 de junio de 2009

Las miserias de Oxford

El periodista y novelista francés León Daudet escribió que “los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño”. Pues las últimas noticias venidas de las islas británicas indican lo contrario.

El 27 de mayo pasado varios periódicos hacían eco de la noticia, de la cual no dudo que Roberto Bolaño hubiera hecho una extensa novela: la escritora Ruth Padel (descendiente directa de Charles Darwin) y el poeta, premio Nobel de Literatura, Derek Walcott, se disputaban la prestigiosa cátedra de poesía de la Universidad de Oxford. Dicho cargo es designado a través del voto de alrededor de 150 mil personas vinculadas a la institución, entre graduados y personal académico.
Un par de semanas antes de la elección, un centenar de académicos recibieron un sobre anónimo que contenía pasajes del libro The Lecherous Professor (El profesor libidinoso), en el cual se recuerda las denuncias contra Walcott por acoso sexual en la década de los ochenta cuando era profesor de la Universidad de Harvard. Las acusaciones derivaron en la renuncia del poeta a sus clases, pero no impidieron que ganara el Premio Nóbel de Literatura en 1992.

Harto de que su pasado lo persiguiera, Walcott renunció a su candidatura a la cátedra de poesía de Oxford, dejando el camino libre a Padel, quien tomó posesión de su cargo días después, convirtiéndose en la primera mujer de la historia en ocuparlo. Pero el gusto le duró poco.

Desde el principio se sospechó que Padel había sido la autora de los anónimos. Durante el festival literario de Hay-on Wye, ante la aparición de varias pruebas que la inculpaban, la poeta confesó sus fechorías, aunque se justificó argumentando que todo lo había hecho para proteger a sus alumnos. Por supuesto, renunció al cargo. Por su parte, Derek Walcott ha afirmado que no piensa optar por el puesto.

Rabindranath Tagore decía que “la poesía es el eco de la melodía del universo en el corazón de los humanos”. En el caso de Ruth Padel parece que no fue ni tan siquiera un zumbido. No conozco la obra de la poeta, pero sé que a partir de ahora será más recordada por su actuación a lo Lady Macbeth que por sus estrofas. Al buscar alguna de sus poesías en la red, me encontré con la repetición de la misma noticia por parte de todos los diarios y revistas digitales. De su literatura, nada.

Tal vez lo mejor que pudo haberle pasado a Padel es ser originaria de un país como Inglaterra, donde se puede sacar mucho jugo a este tipo casos. Seguro ahora aparecerá en los principales canales de televisión para contar su historia a cambio de muchas Libras. Y no dudemos que en un año (o menos) estará a la venta el libro de esta fabulosa novela que ella misma se inventó en la realidad. Aunque después de conocer de lo que es capaz, no sería raro que ya varios políticos le hayan echado el ojo como asesora.

La historia de la literatura está llena de egos, ambiciones y traiciones. Curiosamente nada de esto tiene que ver propiamente con la literatura, sino con lo que le rodea. Son muchos los autores que con el tiempo pierden contacto con las letras para dejarse llevar por los caminos de la fama, la adulación, el dinero y, por supuesto, el poder. Ruth Padel es sólo un ejemplo. Prefirió perder sus ojos de niña, esos que atribuye Daudet a los poetas, por un sillón en el que nunca se volverá a sentar.